LIDERAZGO Y PODER
El liderazgo es servicio y le corresponde al creyente, el poder es gracia y le corresponde a Dios.
Cuando hemos descubierto y vivimos el gran misterio de
Dios en nosotros por medio del Espíritu Santo, entendemos mejor aquellas
palabras de Jesús: "El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y
aún mayores, porque yo me voy al Padre" (Jn 14,12).
Aunque estas palabras nos
pueden sonar exageradas, nos recuerdan que el mismo poder que operaba en
Jesús cuando predicaba, sanaba y hacía milagros es dado a aquellos que creen
en Él. Cuando vivimos la cultura de Pentecostés en la Iglesia, vemos que todo
apunta a la venida del Espíritu Santo: "cuando venga el Paráclito" (Jn 15,26).
El momento previo a la Ascensión está marcado por estas palabras de Jesús: "Yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24,49). El cumplimiento de la promesa se dio el día de Pentecostés y a partir de ahí los Hechos de los Apóstoles nos relatan la evangelización permanente de la primitiva Iglesia, acompañada del poder del Espíritu Santo que se manifiesta aquí y allá, una y otra vez. Es la misma experiencia de poder de la que nos habla el apóstol Pablo en sus cartas cuando anunciaba el Evangelio (cf. 1 Cor 2,4-5; 1 Tes 1,4-5).
Hoy también necesitamos el poder del Espíritu Santo para evangelizar
con fruto abundante, de manera que el amor de Dios derramado en nuestros
corazones y en el de aquellos a quienes deseamos dirigirnos provoque una
respuesta llena de entusiasmo y gozo auténtico. Todos nosotros ya somos
conscientes de que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5), pero creo que
nos falta comprender que el poder de lo alto es una necesidad absoluta para ir y
hacer discípulos, acogiendo con carta de naturalidad la posibilidad de hacer las
mismas cosas que Él y aún mayores.
Conservar y acrecentar ese poder para dar un fruto que perdure solo es posible permaneciendo unidos a la vid verdadera (cf. Jn 15,1-8). "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar la Buena Noticia a los pobres" (Lc 4,18) se cumplió en Jesús y con Él, en su Iglesia y en cada uno de nosotros. A sus apóstoles les comunicará más adelante su secreto:
"No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en aquel momento se os sugerirá lo que tenéis que decir, porque no seréis vosotros los que habléis, sino que el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros." (Mt 10,19-20)
Entonces, ¿qué nos falta para hacer las mismas cosas que Él y aún mayores? Nada. No es lo que nos falta lo que nos diferencia, sino lo que nos sobra; es decir, el pecado, que nos lleva a poner límites a la acción del Espíritu Santo en nosotros. Nunca olvidemos quién nos envía (cf. Jn 20,21), ya que es el único que siempre nos ofrece mucho más porque es mucho más lo que nos puede dar a nosotros, sus enviados: "Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra" (Mt 28,18).
El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia. No son un patrimonio cerrado, entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos. Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la medida en que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser un modelo para la paz en el mundo. (Evangelii gaudium, 130)
De la misma manera que un puñado de enviados consiguió cambiar el
mundo en el siglo I, también nosotros hoy podemos impactar nuestra propia
generación con el Evangelio de Jesucristo. Esto nos abre un horizonte lleno de
sentido y así descubrimos que la vida que nos ha sido entregada merece la pena
vivirla en plenitud. Cada cristiano que viva su fe a tiempo completo y a corazón
completo es un líder en potencia, destinado a servir de inspiración y motivación
para que otros creyentes se comprometan también en la renovación de la
Iglesia y en la evangelización del mundo.
Nada sucede hasta que se procura ese liderazgo determinado a cambiar las cosas, un liderazgo que no es cuestión de títulos o de puestos sino de influencia. El fundamento del liderazgo auténtico está en el carácter de la persona y todos tenemos el potencial de llegar a ser líderes, ya que los líderes no nacen sino que se hacen (cf. Flp 4,9).
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