EL TERCER MISTERIO

22.11.2019

En el año 2014, en un encuentro de nueva evangelización en Valladolid, tuve la dicha de conocer a un sacerdote que ejerce su ministerio en Canadá, James Mallon, uno de esos que predica con pasión y que es capaz de inspirar con sus palabras.

Hay algo que leí en su libro "Una Renovación Divina", publicado en el año 2015 por la BAC, que captó mi atención y que ha inspirado el título de este mensaje que ahora deseo compartir contigo.

En sus primeros años de estudios teológicos, James Mallon escuchó a un profesor que decía que la teología cristiana se podía contener en tres grandes misterios: el misterio de Dios, el misterio de Dios con nosotros y el misterio de Dios en nosotros.

El primer misterio corresponde al estudio de la identidad de Dios y al descubrimiento de quién es Dios. Un Dios único y uno que se revela como Padre, Hijo y Espíritu Santo; es decir, el misterio de la Trinidad. El segundo misterio se refiere a la Encarnación, Dios con nosotros; es decir, el Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros (Juan 1,14). El tercer misterio tiene que ver con la gracia y la vida cristiana. Se trata del misterio de Dios en nosotros manifestado en la inhabitación del Espíritu Santo.

Aunque muchos de nosotros hayamos podido soñar acerca de cómo sería poder viajar en el tiempo para estar con Jesús como los primeros discípulos, enseguida caemos en la cuenta de que no sería tan maravilloso como pensamos. Jesús estaba limitado en el tiempo y en el espacio durante su vida terrenal. El misterio de Dios con nosotros significó que Jesús "se despojó de sí mismo" (Filipenses 2,7) y abrazó la finitud. Intentar ver a Jesús o estar con Él habría sido mucho más difícil que tratar de acercarnos al Papa, y seguramente hubiéramos tenido que contentarnos con verle de lejos.

Por más sublime que sea el misterio de Dios con nosotros en Cristo, más profunda sería nuestra vida cristiana a través del misterio de Dios en nosotros por medio del Espíritu Santo. Jesús afirmó que era conveniente que Él se fuera para que el Paráclito pudiera venir (Juan 16,7).

Aunque suene extraño, es una ventaja para nosotros que Dios esté en nosotros en vez de con nosotros. Jesús dijo: "En verdad, en verdad os digo: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre" (Juan 14,12). Estas palabras nos recuerdan que el mismo poder que obraba en Jesús cuando predicaba, sanaba y hacía milagros, es entregado a los que creen en Él.

Después de la Resurrección, Jesús afirma: "Yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto" (Lucas 24,49). A pesar de la actividad del Espíritu Santo antes y durante el ministerio de Jesús, hay un sentimiento de que la promesa del Padre no se ha cumplido todavía plenamente; sin embargo, siempre está presente la expectativa de que sucederá pronto.

"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra." (Hechos 1,8)

El cumplimiento de la promesa es inminente. La irrupción impetuosa del Espíritu Santo en Pentecostés transforma aquel grupo de cobardes en valientes misioneros que llegan hasta los confines de la tierra para predicar a Jesucristo y anunciar el Reino de Dios. La teología de la Iglesia que está naciendo se va desarrollando en torno a esta experiencia del poder de Dios.

Hasta ese momento, en la tradición de Israel, el Espíritu de Dios era dado a personas particulares en momentos concretos para tareas específicas. En el primer Pentecostés cristiano se realiza el pleno cumplimiento de lo que Dios había prometido (Hechos 2,17-18) y el Espíritu Santo es derramado sobre todas las personas. El don del Espíritu Santo significa que la promesa es para todos (Hechos 2,39).

A partir de aquí, lo que nos encontramos en los Hechos de los Apóstoles es el anuncio constante de Cristo acompañado del poder del Espíritu Santo. Arrepentirse y creer conducirá al bautismo y a la experiencia de llenarse del Espíritu Santo, tan palpable y evidente como sumergirse en las aguas del bautismo. Esta experiencia del poder de Dios (dynamis) es la que va transformando la comunidad cristiana y a cada uno de los creyentes.

"Mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios." (1 Corintios 2,4-5)

"Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él os ha elegido, pues cuando os anuncié nuestro evangelio, no fue solo de palabra, sino también con la fuerza del Espíritu Santo y con plena convicción." (1 Tesalonicenses 1,4-5)

Vemos con claridad que la proclamación iba siempre acompañada de demostraciones del poder del Espíritu Santo en la Iglesia primitiva. Responder al Evangelio suponía acoger la proclamación y ser lleno del Espíritu Santo y de poder, el cual es Dios en nosotros. Esto fue fundamental para el crecimiento de la Iglesia naciente y es esencial hoy para nuestra vida cristiana, especialmente en la urgencia para responder a una nueva evangelización.

Es apremiante la necesidad de que nuestras comunidades cristianas hagan posible esta experiencia del Espíritu Santo para sus miembros. No es suficiente con creer en Él y recibirlo sacramentalmente. Si la primera ola de evangelización fue fruto de constatar el cumplimiento de la Promesa en Pentecostés, la nueva evangelización no puede ser sino consecuencia de un nuevo Pentecostés experiencial y transformador, no solo conceptual.

A pesar de la centralidad de la experiencia del Espíritu Santo en la primera Iglesia, hoy en día parece que nos sentimos más cómodos con la idea del Espíritu Santo que con la experiencia del Espíritu Santo y su poder. Cuando el apóstol Pablo visita Éfeso y se encuentra con algunos discípulos, lo primero que desea saber es si han recibido el Espíritu Santo. Ellos le responderán que ni siquiera habían oído hablar de un Espíritu Santo, lo que motiva que reciban el bautismo cristiano y san Pablo les imponga las manos para que venga sobre ellos el Espíritu Santo (Hechos 19,1-6).

Quizás nos resulte extraño aquel encuentro, pero con frecuencia manifiesta una realidad que viven hoy muchos creyentes. Es posible que hayan oído hablar del Espíritu Santo, pero en la práctica no tienen la experiencia de su poder ni siquiera una relación con Él que determina la vida de la gracia.

Termino con estas palabras del papa Francisco, con el ardiente deseo de que la Iglesia de Jesucristo y cada miembro que forma parte de su Cuerpo, sea testigo en primera persona de este gran tercer misterio que forma parte de nuestra fe, Dios en nosotros:

"¡Cómo quisiera encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa, alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego del Espíritu." (Evangelii gaudium 261)


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