PROFETAS DE DIOS

04.07.2019

El papa Francisco dijo el 16 de diciembre del año 2013: "Cuando falta profecía en la Iglesia, se cae en el legalismo y el clericalismo".

Cuando miramos la historia de la profecía en la Iglesia de una forma global, tenemos que concluir que, a partir del siglo III, las manifestaciones proféticas se dieron en movimientos de renovación dentro de la Iglesia, como el movimiento ascético, cisterciense, franciscano, dominico y carismático; éste último ya en el siglo XX tras el Concilio Vaticano II.

Hay dos observaciones que vale la pena hacer acerca de la actividad profética desde los primeros días de la Iglesia. La primera es que la actividad profética resurge como parte de un resurgimiento más amplio de los dones carismáticos. Esto no es sorprendente, ya que Pablo trata los dones de profecía, curación y milagros (cf. 1 Cor 12) como un tipo básico de carisma. Por lo tanto, donde encontremos que la actividad carismática prevalece, encontraremos profecía en muy variadas formas. Una segunda observación es que la profecía y los otros dones carismáticos, florecen en una atmósfera de fe expectante. Es decir, que operan principalmente donde son esperados por aquellos que los reciben. Las sanaciones ocurren con más frecuencia cuando la gente cree que la sanación es posible. San Francisco de Asís, san Juan de Licópolis y otros muchos, simplemente esperaban que Dios les hablara; y el Señor les habló.

El rol del profeta es ser el vocero de Dios. Un profeta no es profeta por el contenido de lo que dice, sino por su relación especial como vocero de Dios. Él no es importante en sí mismo, es importante porque viene como mensajero del Señor: "Dijo Ageo, mensajero del Señor, a la gente, según la misión que el Señor le había confiado: Yo estoy con vosotros, dice el Señor" (Ag 1,13).

Vemos otros casos donde Dios se sirve también de una persona y la convierte en su mensajero, en vocero y portavoz de Dios mismo. A Jeremías (1,7) le dice: "Tu irás adonde yo te mande y dirás lo que yo te ordene". A Isaías (6,8-9): "Entonces oí la voz del Señor que decía: ¿A quién enviaré? ¿Quién irá de mi parte? Yo respondí: aquí estoy yo, envíame a mí. Y Él me dijo: anda y dile a este pueblo [...]". Dios hace de ellos sus mensajeros y los convierte en voceros suyos. En cada uno de estos casos, Dios entra en una relación especial con estos hombres y es precisamente en esta relación entre Dios y el hombre donde está el corazón de la profecía.

San Pablo nos dice en su carta a los Efesios (2,20) que la Iglesia está edificada sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo el mismo Cristo Jesús la piedra angular. La Iglesia de Jesucristo sigue necesitando hoy auténticos profetas que estén listos para comunicar al pueblo de Dios lo que necesita saber; y nadie duda que todos necesitamos escuchar, más de una vez, alguna que otra advertencia y amonestación que nos ayude a despertar para salir de nuestro letargo espiritual.

El profeta es enviado por Dios a proclamar al pueblo la verdad que conduce a la conversión y a la obediencia. El profeta auténtico no revela una nueva verdad sino que proclama la verdad ya revelada por Cristo, pero muchas veces olvidada; el profeta desvela la confusión del mundo y descubre el verdadero curso de la historia en Jesucristo. "Cuando no hay profetas, el pueblo se relaja", nos dice el libro de los Proverbios (29,18). Sin profecía, la Iglesia languidece, su mensaje no puede penetrar el corazón. La profecía cristiana, por tanto, inicia la acción de Dios en medio de la Iglesia de Jesucristo (cf. Hch 11,27-30), despierta al pueblo de Dios para escuchar su Palabra (cf. Ap 3,1-6), proclama la Palabra de Dios públicamente y desata el poder del Espíritu Santo (cf. Jer 5,14). La profecía nos anima, alienta y exhorta; nos amonesta, corrige y convence de pecado; nos inspira para producir un efecto y provocar una respuesta; nos guía de una manera general o específica.

"El que comunica mensajes proféticos edifica espiritualmente a la comunidad, y la anima y la consuela" (Hch 14,3).


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